Continuación del capítulo 1
                                                                                                                                                                                                                                                        Después de esos maravillosos dias, tuve que volver a mi puesto de trabajo como programador 
corporativo. Mi trabajo me gusta mucho, cuando tengo trabajo. En ese momento no lo tenía. Realmente, 
desde que había empezado a trabajar, hacia casi un año, había tenido trabajo para ponerme 
serio durante tres semanas.
De todas maneras, ese lunes me presenté en el despacho del jefe, y le dije que me había implantado. 
Me ofrecí para pasar a algún departamento en el que pudiera dar utilidad a mi capacidad recién 
adquirida. Yo esperaba que en ese nuevo puesto de trabajo trabajara más, aunque dia a dia iba 
perdiendo la esperanza de poder pasarme trabajando todas las horas que se supone tenía que estar 
trabajando.
Me dijo que miraría y me recomendaría. Así que no me quedó mas remedio que volver a mi puesto de 
trabajo habitual, a tocarme la barriga durante todo el día, para que luego, al salir, tuviese que 
condensar todo lo que deseaba hacer en las tres miserables horas que me quedaban libres.
Poco a poco, la situación empezaba a ser verdaderamente molesta. Sobre todo después de ser 
amonestado severamente por haber salido de la red privada de la corporación en horario laboral. 
Dentro del hielo corporativo me ahogaba, necesitaba salir, necesitaba libertad, necesitaba aprender 
cosas nuevas. Sin embargo, hasta el espíritu más rebelde puede ser doblegado, y que duda cabe que el 
mío lo fue.
Llegó el verano, que desde siempre ha sido una mala época para mi. El calor me atonta, me aturde y 
el particular olor de los parques, el sonido de la gente chapoteando en las piscinas, las largas 
noches en las terrazas de los bares me deja inerme y laboralmente incapaz. Ahora si estaba en mi 
salsa. Sin nada que hacer y sin ganas de hacer nada. El fantasma de la depresión proyectó su lóbrega 
sombra sobre mi cabeza, porque, para una persona activa e inteligente, la falta de objetivos, la 
falta de perspectivas de futuro es peor que la muerte. 
Afortunadamente, en esa época me fui de vacaciones, en un fantástico viaje lejos de ordenadores, 
matriz y cualquier otro aparato compuesto por transistores. Ahí conocí la verdadera libertad, que 
llevaba anhelando desde que entré en el círculo laboral. En fin, unas vacaciones son unas 
vacaciones, y luego está la vuelta al trabajo, a la rutina.
Sólo que esta vez yo ya no estaba dispuesto a seguir por ese camino. Era momento del cambio, de 
romper con todo. Evidentemente, este cambio no fue brusco, no podía ser brusco. Yo todavía era muy 
joven y no sabía nada, aunque creyera tener el mundo en mis manos.
Ahora ya decidido, sólo debía poner en marcha mi plan, empezando por la única parte que estaba 
totalmente definida: la primera parte. Ésta consistía en aprender. Aprender todo lo que pudiera de 
manera compulsiva, buscándome contactos durante el proceso. En esta vida no eres nadie si no tienes 
contactos, así que, como se puede ver, esta primera parte era bastante importante.
La acción que me llevaría a la consecución de mis primeros objetivos era salir de los edificios de 
la arcología. Sumergirme en la sucias calles y aprender a sobrevivir allí. No se trataba de hacer un 
cambio radical, debía poder compaginarlo con mi trabajo. 
Así que bien provisto con ropas que habían conocido tiempos mejores, compradas en tiendas de saldos 
y la consola bien disimulada en la mochila más sucia que encontré, una calurosa noche de Julio me 
aventuré por la ciudad. Yo ya sabía que aspecto tenían las calles. Las había visto en los 
desplazamientos entre la arcología y el aeropuerto en mis frecuentes viajes. Sin embargo, me asaltó 
una sensación que no me esperaba, y con la que no estaba familiarizado: el olor. La peste que me 
rodeaba era algo infernal. La calle estaba tan sucia que los pies se me quedaban pegoteados en el 
suelo con cada paso, haciendo que mis silenciosas zapatillas deportivas alertaran de mi presencia a 
toda la zona gracias a un desagradable sonido de succión.
"Los delincuentes huelen el miedo. Tu eres un tipo duro, haz como que lo eres o todos te caerán 
encima para pelearse por tus despojos." Estos siniestros pensamientos que circulaban por mi cabeza, 
y que eran repetidos como un mantra, no consiguieron sin embargo que las rodillas dejaran de 
temblarme cuando acerqué la mano a la puerta del James' y empujé, dejando salir una nube de un 
humo apestoso que me picó en los ojos.
Por aquellos dias, el Jame's era un café con puntos de conexión a la matriz. El precio era bastante 
caro pero garantizaban el necesario anonimato que los vaqueros novatos no sabíamos proveernos. No 
había aquí apenas vaqueros veteranos. Esos andaban por el legendario y lejano Gentleman's Loser. 
Ensimismado ante la posibilidad de entrar en esa meca de veteranos cowboys se me olvidó fijarme en 
los detalles del tugurio que tenía delante. Afortunadamente volví en mi antes de dar el primer paso 
hacia el interior, lo que me evitó pisar una botella que hubiese convertido mi primera entrada en el 
garito, mi gran presentación en sociedad en un chiste que me habría garantizado un apodo que me 
hubiese acompañado hasta la tumba.
Habiendo sorteado la vil trampa, me pude fijar en el resto del local. Paredes de colores rosas, 
rojas y morados hacían parecer al James' un local de esos donde van los fracasados a desahogarse con 
muñecas de carne de 3 neoyenes. La tenue iluminación y el ambiente cargado de fragancias exóticas 
provenientes de las sustancias que estaban siendo fumadas o inhaladas no hacían variar la opinión 
del visitante inexperto.
Una vez mis ojos se hubieron adaptado a la luz y al humo, pude distinguir varias mesas redondas 
alrededor de las cuales varios tipos a cada cual mas sucio y desagradable estaban sentados con cara 
de idiotizados, conectados a sus consolas. Varios utensilios de dudosa procedencia estaban encima de 
las mesas, y caí en la cuenta. Estos eran esos enfermos que buscaban sensaciones fuertes, poniéndose 
hasta el culo de sustancias potenciadoras de la señal neuronal y después acudiendo a degenerados 
espectáculos de pago en la matriz. Yo había oído que ese tipo de drogas aumentaban la cantidad de  
neurotransmisores de las neuronas, a cambio de provocar lesiones irreversibles en el cerebro que 
frecuentemente degeraban en parkinson. De hecho, a muchos de ellos les temblaban las manos o la 
cabeza.
Dejando de lado a los deshechos humanos, el otro tipo de clientela era más acorde con el local. 
Jóvenes alucinados, vestidos de maneras extrañas según la tribu urbana a la que pertenecieran, 
estaban sentados, conectados a sus consolas con cara de profunda concentración.
Me senté en un puesto de conexión libre y me apercibí al instante de que la silla era terriblemente 
incómoda. Probablemente acabara teniendo dolores en espalda y piernas en menos de media hora. En 
fin, que le vamos a hacer. Tampoco soy la reina de Saba. Conecté la consola a la toma, luego el 
credistick a su ranura, la consola al conector detrás de mi oreja, y... la libertad.
Nada de hielo, nada de registros de paso. Toda la sabiduría universal a mi alcance. Ahora sólo tenía 
que encontrarla.