domingo, septiembre 10, 2006

Aria impulsiva

Teatro de Dionisos, en Epidauro, Grecia.

Sentados en la fila superior (la de los esclavos), la única fuera del sol de justicia que caía a plomo sobre nuestras cabezas con la fuerza que sólo el sol mediterráneo puede tener, en Julio y a las 12 del mediodía. Las ramas de los árboles que crecían detrás nuestro nos regalaban con la sombra benefactora tras la escalada por las decenas de escalones que llevaban hasta aquí desde la zona de la orquesta.

Leí en la guía que llevaba conmigo a todas partes que la peculiar arquitectura del teatro, en forma de semicírculo perfecto guardaba la proporción áurea, necesaria para que la música y los diálogos se oyeran en todos el teatro.

En ese momento, levanté la vista y traté de imaginar cómo sería una actuación allí. No acerté, pues hordas de turistas de pantalón corto y gorros ridículos campaban por todo el teatro, especialmente por las zonas de la orquesta y el escenario. Pero en ese momento, un hombre de torso contundente, sombrero y gafas de sol se situó sobre los restos del pedestal del altar de Dionisos, justo en el centro del círculo perfecto que conforma el espacio para la orquesta.

Allí, miró hacia el público, y arrancó a cantar. Una voz profunda de tenor, casi barítono, inundó el teatro, y nosotros, al igual que el resto de la gente que habíamos buscado el frescor de las gradas superiores, quedamos en silencio, sobrecogidos por la belleza de la aria cantada a 60 metros de distancia, a 25 metros por debajo nuestro. El sonido era, simplemente, perfecto.

Al acabar, un aplauso de los turistas, convertidos todos en público improvisado, premió su actuación. Por un momento, supe cómo fue el teatro en su época de esplendor. Muchas gracias, desconocido.

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